Alguien dijo en una ocasión: «Los apellidos ilustres, en vez de enaltecer, rebajan a quienes no saben llevarlos».
Siempre ha habido en prácticamente todos los países, ciudades, pueblos y aldeas apellidos ilustres, que de una u otra forma han marcado esa comunidad. Por ejemplo, yo vengo de un país donde aún existe la monarquía. Y en esta monarquía, siempre fueron ilustres apellidos tales como los Borbones, los Austrias, etc. Así que, si escuchas esos apellidos, sabes que vienen de una dinastía de príncipes y reyes.
El versículo que hoy hemos usado de encabezamiento nos habla a los cristianos de quiénes somos ahora en Cristo. Este versículo nos dice que, en nuestro pasaporte o identificación personal, ya no somos ni extranjeros, ni forasteros. Sino que ahora tenemos una ciudadanía, que es lo mejor que cualquier persona desearía tener. Hemos pasado a ser, nada más y nada menos, que ciudadanos del reino de los Cielos (donde Dios es el rey), y miembros de su familia. O sea, somos ahora hijos de Dios. Por lo tanto, si Dios es nuestro padre y el rey de ese reino, nosotros somos sus príncipes y princesas, que tenemos que caminar por este mundo dejando muy en alto el apellido que ahora tenemos.
Ese apellido no es otro que «hijos de Dios». ¡Guau! ¡Qué honor! Y ¡qué responsabilidad! Poder movernos por este mundo llevando el apellido más ilustre que jamás nadie pueda tener. Pero como nos decía esa frase del comienzo, hay cristianos, que en vez de dignificar ese nuevo apellido ilustre que ahora tienen, lo pueden ensuciar viviendo una vida que no agrada a Dios. ¿Cómo llevarás tu nuevo apellido, con honor o desacreditando al Rey?
Tomados del libro de devocionales del Pastor: “Meditad sobre vuestros caminos”.