Alguien dijo en una ocasión: «El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños».
Creo que uno de los grandes placeres de la vida es la comida. Si eres una persona como yo, eres de gustos sencillos. Yo suelo decir que «sencillamente me gusta lo mejor». Y hablando de buena gastronomía, me gusta disfrutar cuando se puede de un buen pescado, una buena carne, un buen marisco… Quizás voy a dejarlo ya porque la boca se me está haciendo agua y no puedo concentrarme. Ahora bien, para disfrutar de todas estas cosas, nada mejor que esa comida pueda estar sazonada a su punto de sal. ¡Guau!, qué sería de la cocina sin ese toque especial que le pone la sal.
Conozco personas que por razones de salud no pueden comer sal. Y todas sus comidas son sin ese precioso tesoro que es la sal. Y les he preguntado después de años de estar comiendo así: ¿Cómo está esa comida sin sal? Y su reacción es simplemente resignarse a lo que les ha tocado vivir.
El Señor nos dice en su Palabra que el cristiano tiene que ser la sal de la tierra. O sea, nosotros tenemos que ponerle el sabor a la vida. Nadie mejor que un hijo de Dios para enseñar a otros el verdadero sabor que puede tener esta vida. Lamentablemente quien le está poniendo sabor hoy día al mundo, no son precisamente los hijos de Dios, sino aquellas personas que viven dándole la espalda al Señor.
Hoy más que nunca, el reto para nosotros es ser auténtica sal en este mundo. «El que tiene oídos para oír, oiga».
Tomados del libro de devocionales del Pastor: “Meditad sobre vuestros caminos”.