El grupo de hombres avanzaba dificultosamente. Eran las 4:00 am y en medio de la oscuridad de la madrugada, sus cuerpos empapados casi convulsionaban de frío. Habían abandonado la tibieza de su lecho y ahora se encontraban en plena lucha de supervivencia, en medio de la feroz corriente marítima que amenazaba con devorarlos. Imposibilitados para usar sus brazos para nadar, pues los mantenían ocupados sujetando la barcaza atestada de pesado y costoso equipo militar del cual ellos eran responsables, lograban mantenerse a flote mediante el impetuoso movimiento de piernas que había perdido su vigor inicial debido al cansancio. Las olas rugían y caían sobre ellos cual fiera agazapada esperando devorarlos; con cada hora y minuto que pasaban, sentían que las fuerzas los abandonaban. Nadie venía a su auxilio. Estaban abandonados a su suerte, y en medio de aquella terrible y desesperante situación, de pronto, uno de ellos se hundió, soltando la barca. Ya no podía más y finalmente se rindió a los elementos. ¿Qué podía hacer él contra la fuerza del titánico mar? Había luchado con todas sus fuerzas hasta que agotó las que creía eran sus últimas reservas. Se dejó llevar por los elementos, extenuado, agotado al extremo. La muerte lo aguardaba en la fría oscuridad de la profundidad marítima. Solo se dejaba llevar cuando unos brazos detuvieron su cuerpo inerte, sosteniéndolo y sacándolo a flote. Sorprendido miró a su salvador; era el sargento a cargo de aquel pequeño contingente militar, quien con unas palabras firmes le ordenó regresar a su lugar. El soldado sintió una inesperada ola de adrenalina y, recuperando sus fuerzas, regresó a su sitio. Más tarde, cuando el grupo recibió la orden, dejó caer la barcaza, subió a ella, donde se encontraba todo su equipo militar. Para cuando la barca llegó a su destino, ya todos se habían despojado de la ropa mojada y vestido de su pesado, costoso y seco equipo militar. Habían superado la prueba. Ahora eran más fuertes, valerosos y confiables para sus superiores. Regresaron a sus barracas a dormir unos minutos, mientras el siguiente ejercicio llegaba.
Esa es una pequeña escena del rigor de la vida del soldado. La Biblia nos enseña que los cristianos somos soldados de las fuerzas militares del Reino de Dios. Una de las analogías que ilustran al cristiano es esa: la figura del soldado. El apóstol Pablo nos dice que estamos en una pelea, que lidiamos una batalla. En reiteradas ocasiones él escribe a sus destinatarios usando esta figura ilustrativa.
Un soldado nunca se rinde. Siempre lucha a favor de su Señor.